Volver a Eric Rohmer
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Antes que nada pido disculpas por no haber acudido ayer a mi cita diaria con el mundo digital. Tengo un buen motivo: he recuperado la calma. Esa serenidad que siempre pierdo cuando Cristina, mi equilibrio, se va a ver a sus padres y ese otro yo que habita en mí, y es mi peor enemigo, se desata. Mi álter ego fatal parece que se marcha. El delirio remite. Retorna la calma. Los días vuelven a serme favorables.
Otra vez sosegado, de nuevo tranquilo, sin la dichosa autodestrucción a cuestas, puedo entregarme al mayor placer que me ha deparado la existencia: ver una película. Amar a Cristina es otro asunto, la lectura le va a la zaga y la escritura es un ajuste de cuentas con la realidad. Pero desquite al cabo.
En este caso, la cinta que me ha devuelto lo sublime de lo cotidiano ha sido Les rendez-vous de Paris (1995), de Eric Rohmer, como es sabido: todo un maestro en el retrato de las ninfas galanteando.
Para mí París -que conocí con veinte años- siempre será la capital del mundo. Ni Londres ni la ignota Nueva York. A mí sí que siempre me quedará París. Ese París que Rohmer me ha devuelto en El signo del León (1959). Sólo había tenido oportunidad de verla una vez con anterioridad: en la bienamada Filmoteca a comienzos de los 80. Volver a visionarla ahora me ha hecho entrar en trance. El recorrido de Pierre Wesselrin (Jess Hahn) por la Rive Gauche y Saint-Germain-des-Prés, su degeneración por los quais y Montparnasse, se asemejan tanto a mis vagabundeos por la ciudad cada vez que la visito que no puedo por menos que conmoverme. Pero me estremece aún más ver la veracidad con que el maestro retrata la ruina de Wesselrin sin dinero y sin amigos, ya hecho un clochard, que maldice en sus soliloquios la suciedad y las piedras de París.
Hace casi treinta años, cuando vi El signo del León por primera vez, no reparé en ello con el detenimiento del otro día. Será porque ahora, no hace mucho, tuve oportunidad de ver a un antiguo compañero de autodestrucción, al que yo mismo acabé dando de lado por imposible, quitarse la dentadura, borracho hasta el delirio, y mantener con ella el consabido soliloquio de la protesta. Es decir, como Jef pero sin un Jacques Brel para evitar que hiciera el ridículo ante la parroquia.
Puede por tanto apuntarse que hay otro Rohmer, totalmente ajeno a las delicias de las ninfas y sus galanteos por París. De hecho, el Rohmer que me había sido dado en los últimos años, asimismo brillante, fue el de La inglesa y el duque (2001), un asunto ambientado en los días del Terror. Si se me permite la expresión, una interesantísima propuesta en la estela de La pimpinela escarlata (Harold Young, 1934), cuyas secuencias de las ciudadanas interrumpiendo la labor para ver caer el filo de la guillotina fueron las primeras que me inspiraron miedo en la pantalla. En tanto que Triple agente, la otra entrega de Rohmer que he podido ver en estos años del nuevo siglo, es una intriga sobre los camaradas de Miguel Hernández. Es decir, sobre las mañas del estalinismo para hacer desaparecer a la gente.
Y ahora sí, vamos al Eric Rohmer de las ninfas. Salvo contemplarlas, a mis cincuenta años ya con la distancia de ese muerto del que nos habla Luis Cernuda, que de repente se ve en una fiesta mundana, poco más hay que decir. Albaré no obstante el acierto con que el maestro las retrata. Hace algunas semanas comencé a ver Antes del atardecer (Richard Linklater, 2004) y lo dejé indignado. El deambular de Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy) por las calles adyacentes a los quais -él acaba de presentar un libro en la Shakespeare & Co.- me pareció una burda imitación de los paseos parisinos de las ninfas de Rohmer. Ni la encantadora Julie Delpy salva Antes del atardecer. No hay duda, París no es favorable a los tomavistas estadounidenses.
En fin, rendido ya a la gracia de Esther (Clara Bellar) al caminar por Les Halles -volviendo a Les rendez-vous de Paris- o a la de la joven sin nombre incorporada por Verónica Johansson en el último fragmento, cuando se levanta de un elegante salto para que el pintor no le coja la mano, me agobia una pregunta: ¿Qué habrá sido de tanta belleza al cabo de los años? ¿Ellas también estarán desvencijadas por el curso tiempo? ¿Hinchadas por los partos? ¿En liza con el amante o el marido? Más aún: ¿Qué habrá sido Anne-Laure Meury, la Lucie de La mujer del aviador (1980), aquel remoto título que nos descubrió a Rohmer a toda una generación de cinéfilos madrileños? Sé su actividad como actriz prosiguió hasta finales de los años 90. Luego nada. Ya habrá perdido esa distinción que otorga la hermosura. Ahora será una cincuentona, como yo, venida a menos, que observa la vida como el muerto la fiesta mundana.
Nunca me cansaré de repetirlo: la belleza es tan efímera como la juventud. Pero el tiempo parece ensañarse más con las mujeres que la poseyeron. ¿Qué pasa con las musas cuando envejecen? Cumple decir que el cine también es grande porque capta lo que nunca vuelve.
Descubrir a Aton Egoyan en el ciclo que le ha dedicado la bienamada Filmoteca en los últimos meses y volver a Rohmer ha sido lo mejor que ha deparado últimamente mi experiencia de cinéfilo.
Publicado el 19 de mayo de 2010 a las 13:15.